sábado, mayo 09, 2009

Gabriela piensa en la madre ausente

Madre: En el fondo de tu vientre se hicieron en silencio mis ojos, mi boca, mis manos. Con tu sangre más rica me regabas como el agua a las papillas del jacinto, escondidas bajo tierra. Mis sentidos son tuyos, y con este como préstamo de tu carne ando por el mundo. Alabada seas por todo el esplendor de la tierra que entra en mí y se enreda a mi corazón.

Madre: Yo he crecido, como un fruto en la rama espesa, sobre tus rodillas. Ellas llevan todavía la forma de mi cuerpo; otro hijo no te las ha borrado. Tanto te habituaste a mecerme, que cuando yo corría por los caminos quedabas allí en el corredor de la casa, como triste de no sentir mi peso.

No hay ritmo más suave, entre los cien ritmos derramados por el primer músico, que ese de tu mecedura, madre, y las cosas plácidas que hay en mi alma se cuajaron con ese vaivén de tus brazos y tus rodillas.

Y a la par que mecías me ibas cantando, y los versos no eran sino palabras juguetonas, pretextos para tus mimos.

En esas canciones, tú me nombrabas las cosas de la tierra: los cerros, los frutos, los pueblos, las bestiecitas del campo, como para domiciliar a tu hija en el mundo, como para enumerarle los seres de la familia, ¡tan extraña!, en la que la habían puesto a existir.

Y así, yo iba conociendo tu duro y suave universo: no hay palabrita nombradora de las criaturas que yo no aprendiera de ti. Las maestras sólo usaron después de los nombres hermosos que tú ya habías entregado.

Tú ibas acercándome, madre, las cosas inocentes que podía coger sin herirme; una hierbabuena del huerto, una piedrecita de color, y yo palpaba en ellas la amistad de las criaturas. Tú, a veces, me comprabas, y otras me hacías los juguetes: una muñeca de ojos muy grandes como los míos, la casita que se desbarataba a poca costa ... Pero los juguetes muertos yo no los amaba, tú te acuerdas: el más lindo para mí era tu propio cuerpo.

Yo jugaba con tus cabellos como con hilillos de agua escurridizos, con tu barbilla redonda, con tus dedos, que trenzaba y destrenzaba. Tu rostro inclinado era para tu hija todo el espectáculo del mundo. Con curiosidad miraba tu parpadear rápido y el juego de la luz que se hacía dentro de tus ojos verdes; ¡y aquello tan extraño que solía pasar sobre tu cara cuando eras desgraciada, madre!
Sí, todito mi mundo era tu semblante; tus mejillas, como la loma color de miel, y los surcos que la pena cavaba hacia los extremos de la boca, dos pequeños vallecitos tiernos. Aprendí las formas mirando tu cabeza: el temblor de las hierbecitas en tus pestañas y el tallo de las plantas en tu cuello, que, al doblarse hacia mí, hacia un pliegue lleno de intimidad.

Y cuando ya supe caminar de la mano tuya, apegadita cual un pliego vivo de tu falda, salí a conocer nuestro valle.

Los padres están demasiado llenos de afanes para que puedan llevarnos de la mano por un camino o subirnos las cuestas.

Somos más hijos tuyos; seguimos ceñidos contigo, como la almendra está ceñida en su vainita cerrada. Y el cielo más amado por nosotros no es aquel de las estrellas límpidas y frías, sino el otro de los ojos vuestros, tan próximo, que se puede besar sobre su llanto.

El padre anda en la locura heroica de la vida y no sabemos lo que es su día. Sólo vemos que por las tardes vuelve y suele dejar en la mesa una parvita de frutos, y vemos que os entrega a vosotras para el ropero familiar los lienzos y las franelas con que nos vestís. Pero la que monda los frutos para la boca del niño y los exprime en la siesta calurosa eres tú, rnadre. Y la que corta la franela y el lienzo en piececitas y las vuelve un traje amoroso que se apega bien a los costados friolentos del niño, eres tú, madre pobre, ¡la ternísima!

Ya el niño sabe andar, y también junta palabritas como vidrios de colores. Entonces tú le pones una oración leve en medio de la lengua, y allí se nos queda hasta el último día. Esta oración es tan sencilla como la espadaña del lirio. Con ella, ¡tan breve!, pedimos cuanto se necesita para vivir con suavidad y transparencia sobre el mundo: se pide el pan cotidiano, se dice que los hombres son hermanos nuestros y se alaba la voluntad vigorosa del Señor.

Y de este modo, la que nos mostró la tierra como un lienzo extendido, lleno de formas y colores, nos hace conocer también al Dios escondido.

Yo era una niña triste, madre, una niña huraña como son los grillos oscuros en el día, como es el lagarto verde, bebedor del sol. Y tú sufrías de que tu niña no jugara como las otras, y solías decir que tenía fiebre cuando en la vacía de la casa la encontrabas conversando con las cepas retorcidas y con un almendro esbelto y fino que parecía un niño embelesado.

Ahora está hablando así también contigo, que no le contestas, y si tú la vieses le pondrías la mano en la frente, diciendo como entonces: "-Hija, tú tienes fiebre".

Todos los que vienen después de ti, madre, enseñan sobre lo que tú enseñaste y dicen con muchas palabras cosas que tú decías con poquitas; cansan nuestros oídos y nos empañan el gozo de oír contar. Se aprendían las cosas con más levedad estando tu niñita bien acomodada sobre tu pecho. Tú ponías la enseñanza sobre esa como cara dorada del cariño; no hablabas por obligación, y así no te apresurabas, sino por necesidad de derramarte hacia tu hijita. Y nunca le pediste que estuviese quieta y tiesa en una banca dura, escuchándote. Mientras te oía, jugaba con la vuelta de tu blusa o con el botón de concha de perla de tu manga. Y éste es el único aprender deleitoso que he conocido, madre.

Después, yo he sido una joven, y después una mujer. He caminado sola, sin el arrimo de tu cuerpo, y sé que eso que llaman la libertad es una cosa sin belleza. He visto mi sombra caer, fea y triste, sobre los campos sin la tuya, chiquitita. al lado. He hablado también sin necesidad de tu ayuda. Y yo hubiera querido que, como antes, en cada frase mía estuvieran tus palabras ayudadoras para que lo que iba diciendo fuese como una guirnalda de las dos.

Ahora yo te hablo con los ojos cerrados, olvidándome de dónde estoy, para no saber que estoy tan lejos; con los ojos apretados, para no mirar que hay un mar tan ancho entre tu pecho y mi semblante. Te converso cual si estuviera tocando tus vestidos; tengo las manos un poco entreabiertas y creo que la tuya está cogida.

Ya te lo dije: llevo el préstamo de tu carne, hablo con los labios que me hiciste y miro con tus ojos las tierras extrañas. Tú ves por ellos también las frutas del trópico -la piña grávida y exhalante y la naranja de luz-. Tú gozas con mis pupilas el contorno de estas otras montañas, ¡tan distintas de la montaña desollada bajo la cual tú me criaste! Tú escuchas por mis oídos el habla de estas gentes, que tienen el acento más dulce que el nuestro, y las comprendes y las amas, y también te laceras en mí cuando la nostalgia en algún momento es como una quemadura y se me quedan los ojos abiertos y sin ver sobre el paisaje mexicano.

Gracias en este día y en todos los días por la capacidad que me diste de recoger la belleza de la tierra, como un agua que se recoge con los labios, y también por la riqueza de dolor que puedo llevar en la hondura de mi corazón sin morir.

Para creer que me oyes he bajado los párpados y arrojo de mí la mañana, pensando que a esta hora tú tienes la tarde sobre ti. Y para decirte lo demás, que se quiebra en las palabras, voy quedándome en silencio...

1923


En: Gabriela piensa en... Roque Esteban Scarpa (comp.), Santiago de Chile, Ed. Andrés Bello, 1978.

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