martes, agosto 14, 2012

Poemas en el Literary Messenger

Cuento de Omar Pérez Santiago

Cuando ella era joven me susurraba al oído desvaríos y excesos y me producía el mismo licor sexual que la Marilyn Monroe, el deleite pleno y prolongado en que arden los enamorados. Era una casi-ángel. Al morir a los cincuenta y cinco años, ella era un estropajo.



La vida es corta y re corta y a veces sucede para mal, para estropearse.

La gente teme morirse, la gente quiere seguir siendo testigo de la historia, aunque no siempre actor.

Ella se murió de amor.

Tuvimos una gran reyerta al despedirnos. No sabría yo decir, no sabría yo recordar porque reñimos rudo, cuando nos amábamos pero tanto.
Fuimos crudos y pusimos toda nuestra enjundia en insultarnos.
Éramos muy jóvenes, éramos muy orgullosos y eso nos destruyó.
No supe yo detenerme y decirle, perdona mi amor, te entiendo, te amo y no me dejes.
Y fue así como nos despedazamos.
La obsesión y la pasión reventaron como burbuja.
Para no herirla más, para no herirme más, decidí no volver a verla.
La olvidé. Seguí mi camino.
Hasta hoy que se ha muerto.
Ha muerto y me enterado que durante todos estos años que yo no la vi, me siguió amando como una vana sombra, y no pudo nunca recuperarse.

Me desmorono.
Me pongo a llorar.
Es insoportable el recuerdo.

Podría escribir esto como si fuese un cuento, podría encubrirlo, ponerle trama, introducción, principio y final.
Pero ¿Para qué?
Ya nada vale la pena. No somos los mismos que antes éramos.

Me han llamado para decirme que murió pensando en mí.
Murió pensando que yo aún soñaba con ella.
Y yo, yo acaso la había olvidado.

Se lo dije claramente entonces en el casino de la Universidad de Chile, cuando éramos jóvenes hippies, cuando éramos un momento de la contracultura. Se lo dije por lo demás con un verso de Ernesto Cardenal: “pero a ti no te amarán como te amaba yo."

La hallaron muerta con un teléfono en la mano, dicen que quería hablar conmigo.

Cuando éramos jóvenes, la arrestaron un día y la torturaron en un subterráneo clandestino del centro de Santiago, ahora un centro de belleza.
Ya ven. Era rebelde, andaba armada, como yo.

Luego ella se fue a Nueva York y se dedicó a la poesía, publicó sus poemas en el Literary Messenger, aunque se mantuvo siempre lejos de cualquier exitismo. Nunca hizo alarde de su talento ni buscó protagonismos.
Entró en el alcohol, esa casa –dice el poeta- donde la puerta de entrada es ancha, pero donde es muy difícil encontrar la puerta de salida. Me dicen que era un ser errante y heteróclito, una poeta desorbitada que rondaba sin cesar desde Baltimore a Nueva York, desde Nueva York a Filadelfia, desde Filadelfia a Boston, desde Boston a Baltimore, desde Baltimore a Richmond.

Al final estaba flaca, tan delgada, 35 kilos. La inseguridad afectiva nunca se le pasó.
Y su soledad.
Un día, tenía asuntos en Nueva York, y partió aunque con dolores de espasmos y de anemia. Al llegar a Baltimore, se sintió peor por la noche y entró en una taberna. Allí se encontró con viejos amigos y se detuvo más de la cuenta.

A la mañana siguiente, en las nebulosas de la madrugada, fue encontrado un cadáver en la vía pública.

¿Debo escribirlo así?
No.
Una mujer viva aún, pero que la muerte, la muerte había ya venido a buscar. La llevaron a un hospital y allí murió ella, mi gran amor de juventud, a la edad de cincuenta y cinco años, vencida por el maldito delirium tremens.

¿A quién le podré pedir perdón?
Soy una línea en el mar.
Ahora la veré ir y venir por mi cuarto, mi laberinto, ir y venir por mi cuarto como un fantasma y sentiré el perfume de su piel.

No me malentiendan. Mis intenciones son buenas.

No soy lo que yo fui.
No somos los mismos que antes éramos.
Ya estoy re viejo.
Ya estoy viejo y re viejo y nada aprendí de la vida. Y esto es obsceno, sicalíptico.

¿Qué hago? Dime, ¿qué hago?

Por favor, no me malentiendas.

Esta noche no me quedan ni las cenizas de su miel, ni los fragmentos de su espejo.
Como Marilyn Monroe, me producía el mismo licor sexual y me susurraba al oído sobre desvaríos y excesos.
Era un casi-ángel y ahora es polvo de ángel que la muerte ha disuelto.

Por favor, no me malentiendas.

Ahora, para darme ánimo, como viejo hippie, escucho a la Janis Joplin y pido y ruego
que se apaguen las estrellas,
que se apague la luna,
para despojarme de esta coraza del orgullo.

Por favor, no me malentiendas.

Ya estoy viejo y re viejo y putrefacto. Ya nada sé.

Soy un viejo hippie que nada aprendió de la vida.

He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer: No aprendí nada de la vida.

(Omar Pérez Santiago, ha publicado recientemente “Introducción para Inquietos. Tomas Tranströmer, Cinosargo Ediciones” y “Nefilim en Alhue y otros relatos sobre la muerte”, Mago editores, 2011)

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